martes, 28 de agosto de 2007

alfileres perdidos


Oscar era un escritor arrepentido. Aunque Claudia le decía que sólo era un cangrejo. En su juventud había escrito algunas novelas de suspenso con cierta resonancia, lo que le valió la admiración de ciertos adolescentes y el amor de Claudia. No pasó mucho tiempo hasta que la capacidad de Oscar para crear suspenso perdió consistencia. Entonces se limitó a escribir algunas columnas semanales para el matutino de la ciudad. Sus amigos le decían que lo notaban incapaz de afrontar el tiempo real de lo que acontecía, Claudia pensaba igual. El le decía a sus amigos que los acontecimientos estaban en huelga, y él con ellos. A Claudia, por supuesto, no le decía nada. Acerca de Claudia hoy no se nada más, y supongo que Oscar tampoco. La semana pasada vi un hombre cerca de la ribera, donde algunos negociantes amarran sus botes. El hombre estaba cerrando un trato con un vendedor que lo encontró cerca del teatro. Allí conoció a Marcela, que se llamaba a si misma viuda. Caminaron un rato hasta que él se aburrió de la pretenciosidad nostálgica de ella. Tendría que volver, pensó. ¡A donde? Daba igual. Marcela siguió sus estrellas y él dejo caer sus manos. En su retirada se las tuvo que ver con la vigilancia, y encendió un cigarrillo. A esta altura, la lluvia no daba tregua y las luces casi lo cubrían. Sin remedio, vio las arenosas calles, y sus piernas las sintieron. Ya no podía caminar libremente, la arena comenzaba a cubrirlo, no tardó en aparecer el Monasterio y se vio en el Mármol. Para un cangrejo siempre podría ser peor, pensó.

Viraje inicial - miradas

Nos quejamos de los mendigos del Sur y olvidamos que la insistNencia con que se nos plantan en las narices se halla tan justificada como la obstinación del erudito frente a textos difíciles. No hay sombra de vacilación ni indicio de aquiesencia o deliberación, por mínimo que sea, que ellos no adviertan en nuestros gestos. La telepatía del cochero que sólo con sus gritos nos hace ver claramente que no somos reacios a viajar en su coche, o la del chamarilero que extrae de su baratillo el único collar o camafeo capaz de seducirnos, son de la misma especie.

Walter Benjamin